Día 3: Caminatas bajo la lluvia, máquinas que sonríen y una foto para siempre

Me desperté más tarde esa mañana. Por primera vez, sentí que mi cuerpo me daba tregua. El cansancio de los días anteriores seguía ahí, pero algo había cambiado: estaba más presente, más en mí. Me levanté con calma, me duché y, mientras me alistaba, preparé un té. No era un té especial, pero esa taza —caliente entre mis manos— fue como un ancla. Me senté frente a la ventana de la habitación, mirando la ciudad desde las alturas. Shenzhen amanecía cubierta por una neblina suave, como si también se estuviera desperezando. El paisaje urbano tenía algo de abstracto, algo de hermoso. No era exactamente bello… era artístico.


Tenía algunas horas libres antes del tour que nos darían como parte de los SmallRig Awards, así que decidí salir solo. Quería conocer Dongmen y Futian, dos zonas de la ciudad que había visto en videos, y que quería sentir con mis propios pasos. Tomé el selfie stick que nos habían regalado el día anterior —ese pequeño detalle se convirtió en compañía— y salí del hotel con una energía tranquila, casi meditativa.

El primer objetivo era sencillo: cambiar un billete de 100 yuanes por denominaciones más pequeñas. Y ese pequeño reto me llevó a caminar por calles nuevas, a mirar con atención los rostros, los letreros, las bicicletas alineadas, el ir y venir de una ciudad que funciona como un reloj... pero que a mí me parecía un sueño. Después de algunos intentos, un hotel me hizo el favor. Ya con dinero en mano, caminé hacia Dongmen Pedestrian Street.



Era temprano, y el lugar —que suele estar lleno de gente— estaba prácticamente vacío. Era perfecto. Recorrerlo así me permitió verlo con otros ojos, sin distracciones. Entré a unas tiendas de arcade, observé cada rincón, me dejé llevar por la curiosidad. Compré un café frío y dos onigiris como desayuno. Me senté en una pequeña banca a comer, mirando cómo, poco a poco, la ciudad despertaba.





Después tomé rumbo hacia el distrito de Futian, famoso por sus tiendas de tecnología. Ahí me sentí como un niño entrando a un museo de objetos imposibles: luces, drones, lentes, aparatos que ni siquiera sabía nombrar. Y fue ahí donde, por primera vez desde mi llegada, vi una bandera de la República Popular China ondeando. Hasta ese momento, no la había notado. Fue un gesto sencillo, pero simbólico. Estaba realmente aquí.
Al terminar ese recorrido, decidí volver al hostal donde se hospedaban mis amigos. No estaban, así que crucé la calle hacia el mercado que está justo en frente. Y ahí estaban: riendo, charlando, comprando agua y snacks. Nos saludamos con alegría genuina, como si hubiéramos pasado semanas sin vernos. Subimos juntos al autobús que nos llevaría a nuestro próximo destino: Nantou Ancient City.


Ese lugar fue, sin duda, uno de los más especiales del viaje. Es una ciudad antigua, dentro de la modernidad de Shenzhen. Y no se siente como un parque temático: se siente viva. Las ruinas conviven con cafés y estudios de arte, con pequeñas tiendas, murales y sonidos de calle. Es como si el pasado y el presente hubieran decidido abrazarse.

Empezó a lloviznar. Algunos sacaron paraguas, otros se cubrieron con ponchos. Yo no. Quise sentir la lluvia. Caminé bajo ella como quien se deja purificar. Me sentía ligero, vivo. Agradecido.

Nuestro guía, Andy, era una persona amable, paciente, con un inglés claro y una sonrisa honesta. Caminamos con él por los callejones de Nantou. Tomamos fotos, descubrimos estudios fotográficos que también eran espacios de grabación, galerías escondidas, escaleras que conducían a azoteas decoradas. En uno de esos espacios, vimos a una chica vestida con atuendo tradicional chino. Le pedí a Rutian que, si era posible, le preguntara si podía tomarle una foto. Ella aceptó. Y capturar esa imagen fue como capturar un instante de eternidad.





Al salir, dos sorpresas: un robot policía patrullando la zona (sí, un robot), y un robot limpiador barriendo con disciplina cada rincón del suelo. No podía dejar de sonreír. China tiene estos contrastes entre lo milenario y lo futurista que te descolocan… pero también te inspiran.

Después pasamos por Zhongshan y un puente que —nos dijeron— tiene récord por su resistencia a tifones. Todo tenía algo de épico, como si la ciudad estuviera constantemente reinventándose.

Y llegamos a Sea World, una zona costera, moderna, llena de luces, restaurantes y pequeñas plazas. No tiene nada que ver con la cadena de parques acuáticos. Este Sea World es un sitio junto al mar que se siente como una película. Caminamos en grupos. Buscamos durián, pero el local estaba cerrado. Mientras buscábamos un baño, nos topamos con una cabina de fotos.


Y sin pensarlo mucho, entramos: Alejandro, Marina, Hebert, Gav y yo. Apretados, riendo, haciendo poses tontas. La foto que salió de esa máquina se convirtió en un tesoro. La guardo con un cariño profundo. Porque en esa imagen están personas que se convirtieron en parte de mi historia.

Durante todo este recorrido, noté algo curioso: varios equipos de cámara y fotografía nos seguían. Nos estaban documentando. En Sea World, decidieron entrevistarnos. Cada uno habló desde su idioma y su experiencia. Algunos en español, otros en inglés. Lo que dijimos fue auténtico, y eso se sintió en el aire. Hablar de lo que vivimos ahí, con esa honestidad, fue hermoso.


La jornada cerró con una cena elegante en un restaurante increíble. Nos sirvieron de todo. Platos que no sabía nombrar, pero que sabían como si el viaje se pudiera masticar. Traté de tomar fotos a cada cosa, pero me ganó el hambre. Solo pude capturar el menú, como testigo.



Antes de irnos, nos tomamos una foto grupal. Andy, Rutian, y todo el equipo. Sabíamos que probablemente no estaríamos todos juntos otra vez. Ese momento fue especial. Había gratitud en todos los rostros.


Volvimos al hostal. Algunos decidieron seguir la noche. Me contaron que en Shenzhen no hay horario límite para vender alcohol, así que compramos cervezas y nos sentamos a hablar, a compartir, a reír. Fue una noche larga, íntima, bonita. Luego tomé un taxi de regreso a mi hotel.
Al llegar, me senté frente a la ventana con un snack raro —un hongo frito, salado— y lo saboreé como si fuera el postre del alma. Shenzhen se veía tranquila desde ahí arriba. La ciudad, llena de luces, parecía respirar conmigo.


Me fui a dormir con el corazón lleno.