Día 1: De Juárez a Shenzhen — La chispa que comenzó con pasos cansados

Día 1: De Juárez a Shenzhen — La chispa que comenzó con pasos cansados

Mi viaje a Shenzhen realmente comenzó un día antes del vuelo. Crucé a pie desde Ciudad Juárez hasta El Paso, Texas, arrastrando mi maleta entre pensamientos y expectativas, para pasar la noche en un hotel cercano al aeropuerto. No quería arriesgarme a llegar tarde. Desde ese momento, los nervios me envolvían: abría cada cinco minutos la app de United Airlines, esperando ver que ya no quedaban "0 meses, 0 días, 0 horas". Que sí, que era hora de volar.

El primer tramo fue corto, de El Paso a Denver. Me senté en la ventanilla, vi una película, tomé algunas fotos...

Pero lo que más recuerdo es esa pequeña avioneta colgada en el techo del aeropuerto de Denver. ¿El Espíritu de San Luis? No estoy seguro. Lo que sí sé es que al verla, no pude evitar llamarle a mi papá. Le conté que ya había llegado, que estaba nervioso, que todo esto era nuevo. Hablar con él fue un ancla.

Colgué, entré a una tienda... y ahí conocí al piloto de mi vuelo. Le pregunté si era cierto que los pilotos tienen tarjetas coleccionables. “Claro”, me dijo. Me regaló una de un Airbus A321neo. Fue mi primera tarjeta, y la subí feliz a redes.

Minutos después, abordé el vuelo de Denver a San Francisco. En esas tres horas recibí mensajes de ánimo por WhatsApp de mis colegas.

Me sentí muy querido. Pero no logré dormir: la cabeza iba a mil por hora. ¿Cómo me comunicaré allá? ¿Y si no entiendo nada? ¿A quién voy a conocer?

Al llegar a San Francisco, no hubo tiempo para pensar. Tuve que correr, literalmente, de una terminal a otra para alcanzar el siguiente vuelo. Ese aeropuerto es enorme, sentí que corría un maratón. Pero llegué.

El avión a Hong Kong iba lleno. A mi lado se sentó Lihua, una mujer mayor, encantadora. Vivía en Arizona. Platicamos durante casi todo el vuelo. Fue reconfortante. Entre risas y confesiones, olvidé por momentos mi ansiedad. Le conté que no sabía chino. Ella me dio ánimos. Yo, en cambio, no dormí nada.

Leí un libro que debía presentar a mi regreso, dormitaba y despertaba, y sentía un nudo en el estómago. Hambre, sí, pero también incertidumbre. Por eso, cuando sirvieron la comida, me supo a gloria. Fue un pequeño regalo entre el caos.

Ver Hong Kong desde el aire fue impresionante: mar, montañas, edificios. Bajamos a eso de las 7:07 p.m. Y entonces comenzó el verdadero reto: cruzar a Shenzhen.

No encontré el autobús que había reservado, nadie sabía nada. Terminé comprando otro boleto. Un hombre me dijo “vámonos”, y sin saber bien por qué, lo seguí. Éramos seis personas apretadas en una van. Me ofrecieron un lugar junto a dos chicas, pero preferí cambiarme por respeto; sentí que mi presencia las incomodaba. Finalmente, llegamos a la frontera con China. Cruzar fue rápido, pero al salir… el conductor ya no estaba. Me dejó ahí, solo, sin internet.

Pregunté dónde estaba el puerto de Futian. "Aquí es", me dijeron. Busqué el metro, bajé, y me enfrenté a un mapa inmenso y una máquina que no entendía. Los guardias no hablaban inglés. Con ayuda de un traductor, uno me enseñó a sacar boletos. Me sentía perdido. Por suerte, un joven me guió con frases entrecortadas: “¿A dónde vas?” — “Louhu”. Me indicó el camino.

El trayecto debía durar 54 minutos. Pero cerraron una estación y nos bajaron del tren. Otra vez perdido. Me tomó un rato reubicarme y encontrar el siguiente metro.

Cuando por fin llegué a la estación cercana a mi hotel, ya no sabía dónde estaba el norte. Google Maps no funcionaba. Caminé por calles extrañas, vi grupos jugando cartas sobre la acera, un hombre trajeado fumando con una señora en un edificio oscuro que parecía salido de una película de gangsters. Me ardían las pantorrillas.

Llegar al hotel fue un alivio. Vista increíble. Pero primero: comida. Hice un live caminando hacia una tienda. Fue ahí cuando descubrí que el efectivo no servía y mis tarjetas no funcionaban. Tuve que aprender a pagar con apps. Así lo haría todo el viaje.

De regreso en la habitación, cené papas sabor cangrejo y un té de limón que me supo a oro líquido.

Me senté a acomodar la ropa. A cada dulce mexicano que llevaba —mazapanes, paletas— le pegué con tape una tarjeta con mis datos. Mañana comenzaría a regalarlos.

Era la 1:00 a.m. Me acosté, pero no pude dormir. A las 3:00 a.m., coloqué mi cámara en la ventana para capturar un time-lapse de la ciudad. Tenía que levantarme a las 6:00. Desayunar. Vestirme. Y dirigirme al evento.

Así terminó el primer día.
La ciudad me había sacudido. Pero la chispa seguía viva.

Mi primer día en este viaje loco a Shenzhen.